La lluvia y el equidna

En una aldea cerca al fin del mundo, nació hace muchos años un animal especial. Le gustaba dormir bajo las estrellas y hacer reír a las flores que llenaban sus ojos de belleza y grandes ilusiones. En su desierto, la naturaleza golpeó contra él muchas veces, sumiéndolo en un miedo incontrolable. Descubrió el llanto y no tuvo tiempo de pasar sobre él, así que simplemente siguió adelante.
Para sorpresa de todos los seres, una tarde de profunda melancolía, el cielo empezó a llover.
El agua caía oscura al principio como intentando limpiar sus memorias de otras tierras. El equidna fue el único que no la temió.
Disfrutó viéndola caer durante largas  noches.
La lluvia empezó a formar parte de su vida cotidiana. A veces caía fuerte y otras, era sólo como una garua dulce abrazándolo despacio. Su amor por ella fue creciendo hasta empezar a extrañarla cuando se iba.
Y con el tiempo fue tal su deseo, que el equidna olvidó su propio nombre. Su pensamiento solo sabía de ella: de la manera en que llenaba el río y de la alegría que le producía su frescura al amanecer.
Lloraba para recordarla cuando le faltaba, pero el sabor de sus lágrimas nunca llegaba a alcanzar la perfección y el poder de su amada.
Una noche con ella pasó algo distinto: De pronto, su suave piel dorada empezó a llenarse de espinas. El agua caía sobre él, pero en vez de hacerlo feliz, lo ponía a la defensiva. La lluvia no entendía porqué y él sufría aterrado. Ella no quería hacerle daño, pero su cuerpo pequeño y brillante se erizaba oscureciéndose y causándole heridas cada vez que la veía.
La lluvia dejó de querer tocarlo, pero siguió cayendo durante todo el verano pues era ese su trabajo.
El equidna tuvo que alejarse de ella para evitar el dolor de sus espinas, que no sólo entristecían a la lluvia sino que también le alejaban a todos los vecinos de la aldea, quienes ya no podían abrazarlo sin sentir los picotazos.
El equidna, avergonzado, se marchó. Caminó buscando un lugar seco donde pararse a pensar y una vez allí, se preguntó durante días cómo algo tan hermoso podía haberle hecho tanto daño.
Notó poco a poco que la lluvia no tenía culpa.
En su desesperación, decidió enfrentar su defecto, volvió a su aldea y salió al encuentro de su amor. Ella lo recibió con alegría.
Bajo el agua, vio salir  sus espinas pero ya no las odió sino que las acarició con valor.
Sangraron sus dedos, su lengua y hasta sus ojos, pero sólo así entendió que si ellas estaban ahí, era porque de alguna manera aún las necesitaba.
Aprendió a aceptarlas como parte de su eterna complejidad y a cuidarlas mientras siguieran con él.
Para dejar de sentir el dolor de sus púas, confeccionó con hojas de palma un paraguas. Este era frágil al principio: el viento lo rompía una y otra vez. Pero el equidna no se rindió. Construyó mejores instrumentos para poder seguir viendo caer la lluvia, aunque ella no pudiera tocar su cuerpo.
Los árboles crecieron a su alrededor gracias a la humedad y él pudo disfrutar  del espectáculo cada día. Rieron juntos sus canciones y disfrutaron cada noche su deseo.
Pasó el tiempo.
Una mañana al despertar, el equidna olvidó su paraguas. Caminó siguiendo su instinto y la vio. La lluvia mojó cada espacio de su piel pero esta vez no le salieron espinas: ¡El miedo se había ido al fin!
Desde entonces, el equidna y la lluvia viven juntos en la aldea cerca al fin del mundo.
A veces no pueden verse, pero saben que siempre se volverán a encontrar.
La piel dorada de él tiene marcas imborrables, recuerdo del mayor de sus triunfos: el de la reconciliación con su lado más oscuro.

 

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